CASITA DE LA ENFERMA
Ha llegado ligera de equipaje,
se ha instalado en el espacio
de un poema,
escondida primero
para sentirse protegida
hasta saberse segura
y mostrarse descubierta,
ocupando tan pequeño lugar
ambulante,
casi inmediatamente
privilegiado,
escogiendo el rincón
del cariño más crujiente.
Se tumba en el sofá tapada
con un pañito de hilo
de cocina
y me mira, me mira, tan atenta.
No es ruidosa, es muy limpia,
pide las cosas con dulzura,
me llama muy bajito,
de doña si hace falta
y hasta por favor,
nunca a gritos,
pues es su elegancia natural
el ser así de fina.
Y se acicala, se acicala.
Sólo se sienta en mi silla
de trabajo
cuando no escribo
y espera el espacio favorito
con paciencia:
al volver y verla tan contenta
explorando mi ausencia
lo encuentro todo más humano
alrededor, como dándome
la bienvenida al folio,
(y al viejo ordenador
que ha enloquecido y utiliza
al imprimir dos tipos de letras
sin que se lo autoricen
los perfeccionistas).
Qué bella criatura,
qué habilidad de ser
y de evaporarse como el humo
a sus misterios y nostalgias.
Se deja torturar con medicinas,
acepta sin rechistar su régimen,
luego se frota contra mis piernas
y extendida en el suelo
me ofrece la barriga.
Al mirar el agradecimiento
suavemente sonoro al afecto
de la gata enferma que cuido
en estos días,
la tranquilidad que me inspira
la recuperación de su alegría,
comprendo
la sencillez de algunos secretos
de la casa de la vida:
compasión, compañía.
Abrir la puerta del corazón
a la delicadeza de los seres
que lo pisan de puntillas
para que lo recorran
sin reservas y se queden
a vivir.
Margarita Merino