Entrevista en el blog Fisiología de lo cotidiano

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LUIS MIGUEL RABANAL. LA BUENA POESÍA.
Por Jorge Herrería Franco

«De un solo amanecer se ha de reconstruir la infancia» LMR.

Olleir es un lugar donde todas las cosas devienen como consecuencia natural del tiempo. Como consecuencia también de sí mismo, Olleir –o mejor dicho, Riello- se convierte en la tierra natal de nuestro querido poeta Luis Miguel Rabanal, y no solo en su tierra natal, sino en sus paisajes más evocadores, un lugar donde la inspiración no se disfraza ni se anda con medias tintas, como Luis Miguel, y la ubicuidad del silencio se concentra solamente en los puntos y aparte.

En Riello, León, nace Rabanal un 20 de marzo en 1957. Su espíritu inquieto y su alma inconformista lo llevan a querer prender fuego, al menos eso confiesa, a las diversas instituciones religiosas donde estudió. Con posterioridad, se dedicó a luchar contra el tiempo escribiendo.

No me equivoco si afirmo que su obra, más allá de ser extensa por mero intento de sobresalir, lo es por el simple motivo de que escribir le otorga la vida, porque la palabra escrita es su arma y la poesía su medio. Con veintidos títulos de poesía en su haber (entre edición digital y en papel), se ha consagrado como uno de los poetas contemporáneos de culto españoles, que para muchos –como este servidor-, no es sólo un ejemplo de humildad y belleza, sino que también transmuta en orgullo.

Su obra poética no supone únicamente un intento de escapar del miedo, de mutilar al tiempo o de reposar las escamas del silencio; sino, más bien, un canto vitalista a la niñez, un beso dulce en la frente a la memoria, galvanizando los pesares –es cierto-, pero que con la más cruda de las sinceridades nos desvela sus fantasías. Títulos como Cáncer de invierno, Fantasía del cuerpo postrado o Mortajas, nos hacen conscientes del filo dentado de la vida cuando amenazaba, si podemos recordarlo, con ir en serio.

Elogio del proxeneta –artefacto rosa y narrativo como lo califica él-, y Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza componen su obra narrativa. En ambos títulos, el tiempo como hilo conductor de un fino collar de perlas, las experiencias, las transiciones. Se oyen los ecos de una voz rotunda y virtuosa, la vejez, las nostalgias y el fantasma del pasado que se atañe a nuestras cabezas con tesón, “Ignoro cuanto ocurre alrededor, el nombre del amanecer, las brasas del tiempo.”

El viaje de Luis Miguel por los paisajes de Olleir nos transmuta, nos desprendemos de las pieles grises y secas de la arquitectura literaria para centrarnos en el corazón de unas palabras consabidas, dichas de un modo que nos resultan casi proféticas. Una vida vivida con intensidad y una silla de compañera. Rabanal escribe y guillotina las construcciones de la conciencia y rebusca, remete los dedos en la llaga del espanto y del temblor, para que aprendamos, posiblemente, a respetarlo como a la muerte.

En una ocasión le pedí –a sabiendas de que no le gustan las entrevistas- que respondiese a dos preguntas para todos nosotros, sus lectores, a lo que se prestó amablemente.

Mi persona: Qué supone el deshojarse en ese otoño, la pérdida y el despojo de lo accesorio -lo juvenil- en ese eterno paso del tiempo. Qué supone para ti el comprender que tu vida es esto y no más. Qué supone la madurez, cuántas cosas han de cambiar.

Luis Miguel: A un poeta que tengo un poquitín tratado, me imagino que algo parecido les ocurrirá a los repartidores de butano y a las ya no tan bellas tonadilleras y a los empleados de banca, claro, y a los trapecistas y a las muy fieles servidoras del orden incluso, el deshojarse en ese otoño, como tú apuntas, no le supone más que saber que definitivamente se ha conseguido un punto bastante raro de equilibrio, que no es mucho saber que digamos. La edad, o el intríngulis que encierra la edad, la edad denominada «madura» para más inri, no va a cansarse nunca de repetirnos idéntica cantinela: lo andado hasta aquí andado está y a partir de ahora ya iremos viendo. Por otro lado, la vida no es que tenga el sentido que algunos quieren imponer a fuerza de sobresaltos y decretos, no para mí al menos. Desde mi silla (ella y yo) vamos por libre, que es una forma un tanto incómoda de expresar que no nos movemos en absoluto…

Mi persona: Por qué nos resulta tan dolorosa esa despedida de la infancia, de los tiempos inocentes. Por qué es tan necesaria la soledad cuando decides poner el punto a la juventud y hacerte hombre.

Luis Miguel: En lo que a mí respecta, aún no ha llegado ningún tipo de despedida de la infancia, que yo sepa, y tampoco se confía en que la vaya a haber en las próximas semanas. Acaso porque de tanto abusar de la susodicha, quiero decir, de tanto tirar de ella en mis textos una y otra vez, me he acostumbrado muy ricamente a sobrevivir con la lejana y maravillosa compañía literaria de aquellos años, con su memoria. Cierto que la juventud no es únicamente la ausencia de juicio más ingenioso que se conoce sino también un campo de maniobras perfecto (padecí el servicio militar en Sevilla, en el RACA 14) para irse haciendo uno a la idea de adulto que aguarda con paciencia exagerada comprobar los daños colaterales. Pero qué leches, siempre habrá más adelante tiempo para cualquier cosa. Aconsejo a los jóvenes que tarden cuanto más mejor en abandonar el territorio. Es curioso, recuerdo que cuando tenía 10 años deseaba fervientemente tener 20, cuando cumplí los 20 deseaba seguir con 20 otros 20 años para darme cuenta, a los 40, que ya estaba todo o casi todo más que cumplido. ¿Que qué significa lo anterior? Ni zorra…

Cierto es que Luis Miguel Rabanal, luchador, pensador y escritor ante todo –amigo también- tiene la capacidad de devolvernos con sus letras a la realidad que habitamos, incluso si cabe, a la suya propia –aunque sólo la atisbemos por un agujerito- como un mito que escapa a su presión psicológica. Bien merecida tiene esa calle, Calle del poeta Luis Miguel Rabanal en Riello –o en Olleir-, que le concedieron el lunes 8 de Agosto de 2011, y bien merecido tiene el afecto, el respeto y la admiración de todos aquellos que sabemos apreciar su obra; y que, más allá de sus palabras, apreciamos su persona y la guardamos dentro de nuestro pecho, como un regalo del destino.

I

Yo tuve mi cuerpo encadenado una vez
a la probabilidad de ser angosto,
escasamente numerable y oportuno, fui de súbito
alguien que responde a las preguntas más brutales
con el recuerdo de los días dulces, esos que acontecen
lo mismo que un fulgor nos quemará en la boca.
Pensaba en las palabras asombradas
que el atardecer hacía huir con su chaqueta beige
y bajo los árboles ascendía un musgo amarillento y triste,
una forma más de la pereza,
el cisne muerto de ojos devastados.
Yo siempre creí en mi propia desolación
y habitaba un mundo descompuesto, mostrándome
su sangre o su miseria y construyendo con mis manos
todavía páginas sin rencor repletas de ternura,
pero lo que fue entonces veredicto horroroso
de las noches casi bárbaras
hoy ya ha sido disuelto en el vodka taciturno
de ciertas muchachas amigas de su placer si pasa.
A menudo me digo que enfermar es hermoso.
Quiero ahora encontrar la senda que borró la bruma
de todos los lugares que amaba, el amor
hecho de pie detrás de las casonas como un susto
y al aproximarse a mí su rostro el humo lo desplazaba
a la soledad,
al desmayo de saberse ya empedernido y roto.
Mis brazos también buscaban la saciedad
para vencer las ansias de vivir al margen de la vida,
y crecí dentro de ese engaño.

(Cáncer de invierno, Provincia, León 1998; Premio PROVINCIA)

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Gracias, Jorge. http://jorgeherreria.blogspot.com.es/2015/01/luis-miguel-rabanal-la-buena-poesia.html?spref=fb

Casicuento sin título

Portada_Casicuentos

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A pesar de esa muchedumbre que nos acompaña bastantes veces a lo largo de la vida has tenido que viajar tú solo y comprender cómo se hace la noche, o el amor, o las palabras que únicamente significan aquello que decides. Lo has sabido siempre, mas hoy vislumbras una nube aciaga en tu camino y posees el tesoro inservible que es la franqueza y abundas en lo mismo.
El dolor, la soledad de aquel muchacho, tu cuerpo enfermo y excesivamente lacerado, la carcajada de la bruja encantadora que te ofreció su navaja de herrumbre para cortar los hilos destrenzados de tu suerte.
No obstante has callado y ahora recuperas hechos que antes te envolvían con un perfume similar a la ternura, horas en las que el pesar no fue sino un descuido, nombres de quienes ya faltan y son memoria imperdonable, días de alcohol que no te sacian y que te deben la cuenta que has perdido en un paraje especialmente perverso.
Esto es lo que hay, te decían. Y viniste al pasado como se viene al edificio de donde no es posible huir, ni siquiera marcharse a la ciudad que aburre con su melodía indigente y engañosa. Lo cierto es que has llegado y nunca como hoy has tenido el corazón tan próximo al menosprecio, tan lejos de los que te amaron una vez y no quisiste.
Sombras que pasan cerca de ti mas no te reconocen. Esa muchedumbre que aguarda, como ayer, tu abrazo y te promete su desvalida lujuria, su epístola a los vencidos que no pudieron jamás olvidarse de todos y de todo.

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De «Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza», Ediciones Leteo, León 2010. Epílogo de Alberto R. Torices.

Antonino, el esperado

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En el pabellón C, el más angosto, da un repaso extenso a su vida, descubre su reciente identidad de hombre con mordaza y se cansa muy pronto de hacer muecas absurdas. No siempre fue así. No siempre tuvo una habitación de enfermo para soportar las noches. Creo que ocurrió en febrero, cuando hay pájaros congelados en cada rincón de las tapias y la escuela es clausurada un año más por esa culpa abundante y buena de la nieve. Fue entonces cuando lo vimos llegar con su ropa oscura y el rostro enrojecido de los caminantes necios. Según él el lugar no era peor que cualquier otro y buscaba un trabajo. Quería ser el criado de alguien.
Nos acostumbramos a su figura errática y a su voz vacía, nos cortaba varas de negrillo y en ocasiones se enfadaba y nos arrojaba piedras. Servía en una casa un tiempo y al amanecer, por razones que ignoramos todos, se alejaba en dirección a Valdeluna hasta que otro día, una semana, dos meses, de nuevo, Antonino nos obligaba a huir o nos forgaba un tenedor bellísimo de chopo.
Siempre mirábamos su ir y venir con un incierto alarde de inteligencia, le suponíamos enconados amores más allá de Olleir, lo queríamos para nosotros solos, conversando pacientemente con las vacas en La Otrera y repitiendo mil veces su destino: vengo porque tenía prisa por marcharme. Así un día, varios años después, lo esperamos.

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De «Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza», Ediciones Leteo, León 2010

La hora de mirar a otro lado

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Ese día tendría un nombre nuevo y él está seguro de acertar en la conciencia desleal del mal amigo. Le falta tiempo, y geranios marchitos, y besos de muchacha, para atreverse a articular el insulto.
Ahora que lo piensa la calle no le pertenece, ni los puños cortados de Jorge y de Rana, no es suyo el andancio y la hierba y el río que viene casi seco. No resiste más su voz de infame niño tonto y si pudiera le extirparía el corazón. Mas sabe también que, como casi todo, apenas es factible.
Hubo otros muchos días en que juntos caminaban Olleir, los secretos pasadizos de los moros y amaban, al unísono, a la misma persona. Los llamaban Los Espectros, por su amistad, por el miedo que imponían y por la cara sucia que ambos llevaban de regreso a la casa, cerca de las ocho.
Pero fue el pasado. Hoy se juran venganza y se arrojan guijarros al mirarse, alardean de su ira y el temor es eso: dos niños con la nariz partida y sin que Plum se entere, amantes del peligro y galanes disparatados de un teatro inmóvil puramente.
Debe morir, afirma mientras lee en la pared su nombre condenado, debe morir por haberle suplicado a T. un beso que al fin y al cabo fue breve y tristísimo, como son los besos que, sin ton ni son, se dan los traidores.
Que sufra, como él la sufre, esta choza destartalada que, sin él, no es ya cueva de tahúres, no es nada. Si lo hubiera pensado, antes de que ella eligiese al peor, al ineficaz, al buitre de su amigo. Que pague por ello ahora con su vida, que es nuestra.
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Casicuentos en La juventud del otro

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Acabo de leer Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza de Luis Miguel Rabanal (Ediciones Leteo). Como el propio título indica, son casicuentos, cuentos breves, muy breves. Ahí reside el engaño del de Riello, el aspecto de los mismos; parecen prosa y uno comete el error de leerlo como si de prosa se tratara, con más ligereza, obviando en ocasiones la forma e intentando llegar al fondo y, claro, a las cuatro o cinco líneas uno levanta la vista con cara de «me estoy perdiendo algo importante», de estar en el sitio adecuado pero mirando crecer las flores. Porque Luis Miguel hace poesía quiera o no:

«Te cuento estas cosas para que el azar, esa amnesia renegada de los simples, no te conduzca a ti por su senda y más allá del tiempo conserves el suficiente arrojo que explica la memoria…»

Es entonces cuando descubres el truco del leonés y lees los cuentos tres veces cada uno; primero, un acercamiento al mundo desde la mirada del poeta niño, lleno de ternura revestida de hambre y personajes de posguerra, de besos que pudieron ser, de paisajes rurales y crudos, amigos y compañeros de aventuras que quedan atrás. Después te detienes en la forma, desgranando la poesía constante, en el que cada palabra está puesta porque tiene que estar, sin artificios, elaborada cual alquimista, las proporciones justas del lenguaje aquí son magistrales:

«Aquel muchacho desde lejos recrimina esa duda y ya no está donde estuvo su patria feliz. Y quién lo sabe».

Y después, se lee el casicuento por tercera vez, por placer, por lujo; por satisfacción al haber descubierto el engaño de Luis Miguel Rabanal y saber que tienes un tesoro entre las manos que sólo tú has sabido ver. Luego, pasas al siguiente cuentito deseando caer de nuevo en la emboscada de la falsa prosa para disfrutar, otras tres veces, las perlas de un poeta que no puede dejar de serlo.
Gracias poeta por estos cuentos.

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Gracias a ti, Jorge. También aquí.
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Casicuentos en Hank over

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EL VIAJANTE

Traía en sus baúles amarillentos medias de colores, sábanas bordadas por las monjas de Sahagún, navajas de muy extraños filos, libros de cuarta o quinta mano repletos de proezas, lápices que no era preciso mojarles la punta para escribir palabras: Begoña, Carnaval, Feldespato, Vulva, El Cuco…
Era el Viajante, que venía cada tres meses a renovar los ojos grandes de los niños, y de paso, en el mostrador del abuelo Miguel, a difundir dibujos de escopetas, retales de vestidos más cortos que la tarde, y facturas y grasa para las pieles rugosas e inconcebibles. En un rincón les explicaba los últimos avances en política y en la ciencia extraordinaria del saber amar, a su manera escabrosa que reunía amor con mala leche, con mentiras y polvo del más solitario de los caminos.
Nos parecía escaso el tiempo que pasaba entre nosotros, nos gustaba su modo de hablar, acalorado, tremendo en su apuesta por las marcas y los nombres de mujeres casi hermosas, nos convencía cada vez de que el mar no podría estar demasiado lejos, que una tarde de agosto nos iba a enviar, desde Gijón, botellas con agua de la playa.
Cerraba sus baúles con pesar y nos besaba un poco. Se contaba de él que una noche de tormenta le alcanzó un rayo y su pelo, desde aquella, se fue desperdigando, y sus dedos fueron menos, pero más afables. Se decían de él tantas cosas: el aguacero, aquella muchacha de Salce, el barranco ante sus ojos, el accidente sin apenas ruido.

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Luis Miguel Rabanal, de Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza (Ediciones Leteo, 2011).
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De viajante a viajante, seguro. Gracias, Vicente.

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Casicuentos en Artes y letras

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Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza
Ediciones Leteo, 2010
110 páginas, 10 euros

Autor de una veintena de libros de poesía, Luis Miguel Rabanal no ha alcanzado el reconocimiento que merece su obra. De ahí la importancia de este libro, que ve la luz en una edición minoritaria, como advierte Alberto R. Torices en su epílogo.
Concebido a comienzo de los años sesenta, pero inédito hasta ahora, Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza incluye una cuarentena de relatos breves elaborados con una belleza literaria sobrecogedora. De sobrecogedora puede calificarse porque el lector se encuentra ante los universales del sentimiento vistos desde la perspectiva del dolor, lo que explica la visión subjetivizada e intimista de lo narrado. En el fondo estos «casicuentos» intentan un rescate de la infancia, casi siempre desde la amargura: «De un solo anochecer se ha de reconstruir la infancia». Ello explica que no exista valor documental en estos relatos, transformados en símbolos y alegorías de gran plasticidad. Un estilo poemático y un hondo sentimiento evitan la caída en un localismo rancio o inane. Por ello el campo es, frecuentemente, un escenario descrito con tenues elementos de intimismo impresionista: «Las acacias brillaban con su flor fragante y julio era ese mes desmesurado que busca refugio en el Monte de los Frailes para abrasarlo con grandes llamas rojas». Los sentimientos (sometidos a la expresividad de las sinestesias, al efecto del oxímoron o a finos recursos surrealistas) alcanzan condición trascendente, sin resto alguno de ganga humana.
Lo mismo ocurre con los personajes, cuyo marginalismo el autor recrea en imágenes inesperadas. De ello es buen ejemplo Paula, esa mendiga protagonista de Recuento de monedas, que «adoraba a los niños dándoles dedales de azogue para llevar a sus casas». Pero… «Paula se iba en primavera para regresar de nuevo, siempre, el dos de octubre», en ese mes maldito de Olleir, anagrama de Riello, el pueblo del autor: «Hoy es octubre, casi siempre es octubre». El espacio, el tiempo y los elementos humanos sirven así de lírico y bello rescate de un pasado, con el dolor como sustrato invariable.

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NICOLÁS MIÑAMBRES

ABC de Castilla y León. Artes y letras. 28 de mayo en papel, en digital 5 de junio.
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((Para terminar, dos pequeñas «aclaraciones». La edición de este libro para nada es minoritaria, pienso yo. Se dice años sesenta cuando tendría que ser años noventa…))
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Casicuentos con Yaiza Martínez

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EL ABUELO TENÍA RAZÓN

A la sombra feliz del cerezo la siesta cubría de bondad su cuerpo grande y las abejas huían de él como si el verano no poseyera más sentidos, ni más rincones olvidados la memoria. O se posaban mansamente sobre sus manos ya vencidas, al igual que el tiempo, es decir, esa pátina descolorida y atroz a la que llamamos tiempo sin querer, sin precisar su descalabro. Dormido junto a las fresas que alguien le robaba, metódicamente, cada día, aún le guarda la boina que de niño le dio para mejor asirse al sueño de sus cabellos blancos, de hombre que regresa muy cansado al origen y se ve desnudo, con sangre antigua cortada en las muñecas.
Pero el niño vendría muchísimo después de aquello. Y volvían a casa con puñados de cerezas para decirles que el coche, el único de entonces, se había llevado por delante a Sol, el perro de caza de su padre. O jamás lo dijeron. Volvían de una edad incruenta y cerca de ellos el deber los reclamaba a gritos. Serás boticario, le asegura desde su torpeza, cortándole el pelo que sobraba o leyendo del periódico para él noticias de un país enorme donde vivió con ansiedad de funesto y agredido: Argentina.
Juntos confiaban en pertenecer a alguien que reparara la vida sin ningún entusiasmo. Y por la tarde el pequeño supo de la frialdad de un rostro que amó y se perdió en la noche. Sobre la cama, al igual que en las siestas, un anciano, con certeza, contaba las veces que el niño de manos muy sucias ensangrentaba sus rodillas…
Miguel era un buen hombre.
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Para seguir leyendo, aquí. Gracias, Yaiza.
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Casicuentos en Crónicas para decorar un vacío

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Gracias, Alfonso.

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EL LIBRO DE SINGLETON

No es necesaria la luz, susurraba el alquimista. Con los ojos sellados se viaja a la felicidad y al terror, como el puente que une la noche a los vigías, aquellos personajes fatuos que añoraban la selva o el desorden. Tú viniste a consolar horas de desdén imperioso, te sentabas conmigo y juntos arrancábamos las hojas del último almanaque de la infancia. Qué dulce incursión en mares de arrepentimiento, en feas callejas de difícil estatura y arcabuces mudos.
Pero no importa, creabas maneras de acompasar el tiempo con tus manos libres y soñabas con ella, te dejabas matar en un momento de lluvia, aquella lluvia esplendorosa que anunciaba el fin de lo convencional, y te creías actor diminuto de la farsa. Te llamabas Trueno y era hermoso aguardarte en la escalera de Ángel. Toda la noche embrutecido, amenazado por Blime, el dos caras, y llevando la aventura a la sospecha de una casa ardiendo. No era de nadie y lees por primera vez cuanto has esperado encontrar en el cofre sin ceniza de la sorpresa.
Días y días aquí solo, escribiendo contra uno mismo: ¿es esto mi vida? Pero no importa. Que consientas, cuando menos, en bucear desde ahora aquel océano encrespado que los veleros surcaban con desgana y luego podrás vencer a Krater, el incestuoso Krater, y decir que ya perteneces a la banda de D. No eres tú el más pequeño, hay quien te confunde conmigo y sabe la verdad, tan poco generosa. Quiero verte en tu silla con el libro del capitán Singleton cerrado, no es la luz, ni siquiera es necesaria esta luz…
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Extraído de: Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza, Ediciones Leteo 2011

Casicuentos con amapolas

Presentación de “Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza” de Luis Miguel Rabanal

(Ésta es, más o menos, la transcripción, con las repeticiones, comentarios, preguntas e incluso, tal vez, errores, propios de la expresión oral)

Buenos días. En primer lugar, muchas gracias a todos por estar aquí y a Ediciones Leteo por la oportunidad que me ha ofrecido de disfrutar de la lectura a fondo de estos “casicuentos” de Luis Miguel Rabanal.

A mí esto de los epígrafes siempre me ha parecido peligroso, eso de comenzar citando a un gran maestro que trata de uno de los grandes temas que a todos concierne, para lo cual eliges precisamente esos versos, esas frases en las que ha dado de lleno en el clavo, en los que ha alcanzado la enunciación casi perfecta y, claro, es como prometer que se va a dar algo, ¿no?, la réplica adecuada a lo que has citado, y eso supone correr el peligro de defraudar al lector que quizá esté esperando algo que luego no encuentra, o que lo que encuentre no tenga nada que ver con lo que él ha imaginado.

No es éste el caso de Luis Miguel. Abres el libro y lees:

“¿Qué era esta tierra, hijo de dioses, para ti?
Desde tu país de sueños, tú, soñador, avanzaste,
y en tus oídos resonaba la música antigua
y en tu cabeza los hechos de los muertos,
y aquellas épocas heroicas olvidadas hace tiempo.

Robert Louis Stevenson”

Y resulta que todo lo que esa cita ha prometido lo recibes con creces. Refleja exactamente lo que nos va a “casicontar”.

Comenzamos la lectura e imaginamos en seguida a un niño/adolescente que sueña desde su propio mundo, en un territorio, Olleir (Riello) que desgraciadamente no conozco, pero que imagino seco y húmedo, poco complaciente pero sólido, tal vez como algunas zonas del interior de esta tierra.

Es un lugar que no tiene nada que ver con la sensualidad y la suave melancolía del mediterráneo donde pasé mi infancia, pero aún así reconozco el territorio, es ese territorio, si no de la inmediata posguerra, sí de la larga y cutre “posposguerra”. Y aquí ya se sospecha que la época heroica antigua de Luis Miguel es, en realidad, mucho más reciente, es esa época de mineros y republicanos, pero también, las épocas perdidas y olvidadas de las que nos habla (y que el autor no ha olvidado aunque reniegue a veces de la falaz memoria) son sobre todo las personales, las que se soñaban cuando aún se tenía esperanza, o las que se vivieron en la infancia y en la adolescencia, en ese encuentro, como el protagonista de “La isla del tesoro”, con lo cruel del mundo adulto, pero también con lo maravilloso, con la búsqueda de ese cofre del tesoro que tal vez exista, aunque después resulte que el cofre del tesoro era precisamente esa época de sueños, ese cofre que se encuentra entre el polvo del altillo y que guarda “la vaca de goma, el cabás de las pinturas, dos o tres peonzas extraviadas. Cosas sin dolor, como tú bien sabes.”

Los héroes, pues, somos nosotros viviendo esa infancia y esa adolescencia, pues casi todas las infancias y adolescencias son heroicas, pero lo son también aquellos otros hombres a los que enmudecieron, esos fusilados a los que los niños, apenas sabiéndolo, visitan en uno de sus cuentos: “porque el verano termina y termina con él la mirada imprevisible. También en verano, pero hace tantísimo, dos camionetas renqueantes se detuvieron en esta misma curva. Tres hombres ensogados aguardaban su destino mientras los otros, con negras pistolas y camisas azules, sonreían y buscaban en sus bolsos algo que liar para matar el tiempo. (…) Desde antiguo los niños han sabido que los inocentes reposan en el recodo, amparadas sus tumbas por escobas y una época impunemente servil (…). Los niños, a su modo y cada año, los visitan.”

Recuerdo, de un reportaje sobre la república que realizó hace años la televisión inglesa, una imagen aparentemente poco dramática, pero que a mí fue la que me sobrecogió y emocionó, tal vez porque era la imagen de la dignidad del héroe, ese héroe y esa dignidad sin aspavientos, soñada y perdida. Sólo se veía una especie de patio de cárcel donde caminaban en fila india los republicanos detenidos tras la huelga general de Asturias, sobre todo huelga de mineros, del 34. Esa especie de desafío sereno, esa convicción franca en la mirada resuelta … esa imagen me ha vuelto varias veces durante la lectura de los “casicuentos” de Luis Miguel pues tienen, entre otras muchas virtudes, la de aludir a lo que no se nombra, la de dejar la huella de la que hablaba Derrida, esa huella de lo diferido, de lo no dicho, que se hace presente, precisamente por eso, en ciertas escrituras.

Es el caso de la de Luis Miguel. Supongo que los ha llamado “casicuentos” porque tal vez le debió de parecer pretencioso un título como el baudeleriano “pequeños poemas en prosa”, pero en realidad eso es lo que son. Con esos pequeños poemas en prosa nos empuja inevitablemente a través de imágenes insólitas, de metáforas llenas de ecos, de sugerencias, a volver a ese territorio que Freud definió como más grande que la propia realidad, el de la infancia, y, con ella, al del tiempo ido y las constantes pérdidas que nos regala, al de la memoria falaz pero aún así angustiosamente necesaria:
“Te cuento estas cosas para que el azar, esa amnesia renegada de los simples, no te conduzca a ti por su senda y más allá del tiempo conserves el suficiente arrojo que explica la memoria, aun cuando es falsa y se obtenga de un murmullo que no es verdad tampoco, como este que arranca el vendaval de la tierra donde una vez los árboles atesoraban tanta y tanta melancolía.”
……………

Si deseas seguir leyendo, pincha en Amapolas en octubre. Gracias, Isabel.
También aquí. Gracias, MJ.

Casicuentos en Filandón

Reseña firmada por Nicolás Miñambres en Filandón / Domingo 13 de Marzo de 2011


«De un solo anochecer se ha de reconstruir la infancia»
Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza, Luis Miguel Rabanal. Epílogo de Alberto. R. Torices. Ed. Leteo, León, 2010. 110 pp.

Aunque tratado con injusticia en el mundo de la poesía, por la reducida difusión de su amplia obra, Luis Miguel Rabanal es, en ámbitos reducidos, un poeta muy admirado. Dando un sesgo en su creación, en 2009 se adentró en el mundo de la narrativa breve con una obra de título sorprendente, Elogio del proxeneta. Continuando la experiencia presenta ahora esta serie de relatos agavillados con un título extenso, de consciente y atractiva ambigüedad. Con una suerte de humildad y acaso una irónica captatio benevolentiae Rabanal habla de «casicuentos», calificativo explicable: no son cuentos en el sentido tradicional; son visiones fugaces de la vida, elaboradas con un delicado lirismo en el que abundan finísimas sinestesias y evocadoras visiones impresionistas.

No hay en estos bellísimos cuentos ningún eco costumbrista, todo queda tamizado por el lirismo. El paisaje y los sentimientos humanos que incluyen, desde el más profundo amor hasta el suicidio, forman una verdadera poética humana. De ahí la expresión del epígrafe: «De un solo anochecer se ha de reconstruir la infancia», incluida en «Casi el dolor», un relato de ambiguo y desolado final: «Al anochecer siempre le faltan los aguzos y le sobran desgracias. Por eso es tan cobarde» (p. 26). Tal vez porque la infancia sigue siendo el refugio del hombre ante la dureza de la vida.

Hay una extraña polisemia en la descripción del paisaje (paisaje de Olleir, no lo olvide el lector) refugio casi siempre de recuerdos y vivencias infantiles que el tiempo ha transformado en alegorías de sentimiento: el primer beso, el dolor por la marcha, la soledad, la muerte… se asocian siempre a un marco delicado, casi imperceptible. La intensidad del dolor es a veces motivo de tragedia entrevista: «La carcajada de la bruja encantadora que te ofreció su navaja de herrumbre para cortar los hilos destrenzados de tu suerte» (p. 39). El paisaje desaparece a veces, por el impacto feroz del desarrollo, porque «Crecimos en este carrusel de los poderes», escribe aludiendo a la construcción de la presa. O «Aquel día fue el último día de gracia de los pinos», arrastrados por el tractor. De ahí la honda melancolía: «Hoy es octubre, casi siempre es octubre» (p. 33).

Esta armonización de lo real en el pasado y la visión mágica de los recuerdos tiene con frecuencia un final expresado en lírico epifonema, una especie de observación filosófica o, cuando menos trascendental, casi siempre empapada de tristeza o pesimismo. Pero siempre con un sentido universal. Ese sustrato psicológico, fuente esencial de la creación estética, está perenne en la belleza de esta obra, en excelente edición del grupo Leteo.

Es posible que algunos lectores observen en estos casicuentos de Luis Miguel Rabanal ecos de la visión del paisaje de Julio Llamazares en sus libros de poesía. Y tal vez otros de esos lectores piensen en los bellísimos relatos de Pablo Andrés Escapa. Si tal cosa ocurriera deberíamos darnos fervientes parabienes literarios. Todo ello colaboraría a la difusión de una obra que, ya se dijo, no ha recibido el justo reconocimiento.

Alberto R. Torices lo denuncia con claridad en su valiente «Epílogo»: «Pero es grande el asombro al comprobar que casi toda la amplia bibliografía de Luis Miguel Rabanal, incluidos estos casicuentos, ha sido editada por sellos incapaces de darle el debido alcance, el obligado vuelo. Que este haya sido el caso de Rabanal durante décadas resulta escandaloso; que hoy día lo siga siendo aún, casi nos hace perder la fe en la humanidad; desde luego, sí en cierta humanidad».

Casicuentos en Hank Hover

De nuevo gracias, Vicente.

 
EN OLLEIR LAS LLAMAS
 
Escucha, encontrarás a quien una tarde quiso robarte la niñez sin nada ofrecerte a cambio, pero existe el perdón y contemplas su rostro envejecido, y crees haber regresado a los días de júbilo enorme y de tenaz pesadumbre, ya sabes.
Como él, también tú pronuncias esas palabras terribles que significan daño y pereza, te ata las manos la memoria y sueles confiar aún en la vida, pues si no qué ligaduras habrías de romper, qué conocimiento podrías ofrecer a tus contrarios para salvarte, o qué amores llevarte a la boca como si fuese un veneno más dulce este propósito tuyo de contar el tiempo, y de excluirlo. 
No debes volver, te dices a ti mismo cuando sufres el mal incurable del desánimo, ya las llamas se llevaron tu ropa de muchacho enfermo y las cenizas las guarda un hombre triste que nada ya recuerda. No debes volver, y que los años que fueron la red donde caías sin mancarte te asombren ahora con su guiño horrendo, como hace la sacavera y el pájaro muy gris de Montecorral, y que la noche nos utilice para entorpecer todo cuanto amas.
De cualquier manera ya crece el espliego donde ayer jugabas a morir a manos de un atemorizado gladiador llamado Isi y te enfurecen sus gritos de socorro. Qué importa el cuenco donde su sangre se espesaba y parecía mentira.
 
 
Luis Miguel Rabanal, de Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza (Ed.Leteo, 2010).
 
También aquí. Gracias, Pepe.

Los Casicuentos de Gsús Bonilla

 
Ese niño aún hoy visita aquella casa o cree ver en donde estaba la figura lamentable y tierna de una mujer que fue su amiga y se marchó a oscuras sin besarlo. No se lo perdona.
Luis Miguel Rabanal
 
Hace falta irse al más recóndito paraje, que por salvaje, da lugar en un extremo de la infancia. Es allí donde podremos observar curiosas formas de vida, lo más sorprendente de nuestra historia; cada cual, la que se haya traído entre manos hasta la fecha, hasta su presente. Luego allí, es todo tan bello como descorazonador. Lo único necesario es un poco de paciencia, ganas y saber dónde mirar. Precisamente el escritor leonés Luis Miguel Rabanal tiene las herramientas precisas para el caso. Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza (ed. leteo. León 2010) es el resultado de haber escarbado en la memoria de su bosque particular.
Desenterrado el secreto del tesoro, compartirlo, no hace otra cosa que justificar, una vez más, la generosidad de este autor; la grandeza de un hombre que es capaz de transmitir, de una tacada, la belleza de la poesía y el desasosiego pertinente con el que debe de contar toda historia narrada que se precie. Cuando concluyes el libro, es decir, una vez afuera, piensas, que lo ha logrado. Ha honrado a el devenir de los recuerdos, al viene y va de la memoria, de su memoria. El olor que revienta en el invierno, por poner un ejemplo, a roble, será gracias a él, el mismo que el de ayer. El tiempo pasó y entre espera y espera supo vivir las experiencias que le tocaron a ese chico, que aun bosteza al despertar, y se siente amigo de un periodo de su vida, y, enemigo, aun más enemigo, del olvido. Y, aunque me consta que sufre el contratiempo, me alivia leer, saber, que festeja sus logros. El cómo oxigena sus recuerdos. Me enamoro de sus personajes y los trato con la educación que merecen. Finalizo este libro. Desde entonces, por las noches, sueño sus sueños o me asusto, un poco, con sus pesadillas. Pero despierto tranquilo.
 
 
Gracias, Jesús.

Casicuentos en Asperezas

 

Gracias, Pepe.
 
 

LA CARRERA DE ROSCA
 

Una vez, solamente una vez, y fue dulce. Consistía la gloria en el beso que Carmen daría al vencedor y en la noche de luna redonda los demás besos crueles, los del primer placer que llega a quitarnos sin pudor la vida, a raudales.
Muchachos que corren. Cuerpos bañados en esperma que imaginan cuerpos estrechados más allá del deleite, como un incienso que deslumbra, y esperan ser devueltos al origen, pero rotos con ternura por la lucha encrespada de las bocas. Ese santo remedio que la traición no esconde jamás.
Al amor le falta el brillo que no debe decirse. Por la tarde los hombres contemplan el trote alegre de sus hijos, igual que ellos ahora tuvieron una vez la oportunidad de vencerle merecidamente al tiempo. Sólo una vez, recuerda.
Ha sido Carlos y se nota que arrastra tras él la temeridad de lo inasible: su beso posee esquinas oscuras y ramitos de menta y papeles manchados. Se ruboriza y fuma el pitillo con una pequeña pretensión de amor en sus ojeras, o no.
El próximo año seríamos nosotros los que pintasen con mucha cal la meta. Una muchacha que hoy está cerca de ti, sentada, romperá tu corazón con parsimonia. Solamente una vez más y bastará con eso.