— ELOY J. RUBIO CARRO
La poesía contemporánea es lo que tiene, que apunta a un sentido íntimo del autor, del cual el lector puede no tener idea. La tarea entonces es perseguir cualquier huella, por mínima que fuera y proponerle un sentido. Así no resulta extraño que a menudo vayamos por un libro “tan a escuras como si leyéramos simas”. Esto puede ocurrir con ‘A la que falta’, el último libro de Luis Miguel Rabanal… Ya antes de entrar en el libro, enmarcado entre un prólogo de Ana Martín Puigpelat y un epílogo de Javier Gil Martín, quise pensar que ese título pudiera ser un divertimento y que ‘la que falta’ sería el ala que nos habría dejado al raso y presos del terruño, impedidos de ir de vuelo. Tanto dice ese título así visto que va a decidir lo que luego encontrara en su interior. Tres partes componen el libro: Cenizas, daños y desnevios. Solo en daños se utiliza la forma versal de la poesía; en las otras dos se hace prosa poética. Veintiún escritos componen ‘Cenizas’. Todavía la madre viva; pero en el ‘infame intervalo’ de verla ir muriendo. Son textos de una aduana del tiempo, donde el tránsito entre las vivencias se produce en libre evocación del autor. Hubo un tiempo, cuando ella convalecía, en el que su ausencia sería lo peor, la manera de no ser. Un futuro de dolor desde el presente dolorido; ahora evoca aquel pasado como sumamente doloroso, el duelo en su presencia, y la palabra aún era de verdad. Los requilorios del velatorio y las despedidas son un recuerdo alucinado. Tanto mayor es el desequilibrio entre la herida y la escueta venda que ni tapa la mirada. A partir de ese momento estaría fuera de sí (Al verse unido a sus amigos en el brindis que tienta la ceguera, para proseguir la vida entre los vivos; enseguida se arrepiente del fatal consuelo.) La cara borrada, sin identidad, el dolor crudo y transparente no se escribe en el espejo sin alinde, la objetividad es inobjetiva por la emoción desbordada e inasumible a la enceguecida luz de su muerte. Su ser se agota en ello, acompaña al cadáver en el olvido de la tierra, no se puede olvidar esa alma nuestra que se va con ella. Y con ella se va la vida verdadera, la vida evocada en que madre pondría orden a este acontecer falsario en base a dietas y dimes y diretes televisivos ‘e facebooks de mal diÇer’. El último de los textos de ‘Cenizas’ pronuncia: Tras la muerte “respirar y respirar como un fragor y un absurdo”.
Interrogo aquí al autor en ‘facebook’: “Al grano; moviéndome en el terreno de las ambigüedades o en el espesor de quien desconoce a los personajes del cuento, creo interpretar, en la página 37, que la madre si viniera me sacaría de la supervivencia, de las series televisivas, de las dietas y demás juegos para aplazar la muerte. En la página siguiente no sé como interpretar esos juegos de autoengaño, si como autoengaños de la madre o del hijo tras la muerte de la misma o ambas cosas. Tal vez nada fuera así, por ello quisiera asegurarme un mínimo terreno sobre el cual edificar una pared si no ya una casa y asegurarla luego contra la pretensión del enemigo.” A lo que, en un aparte de ‘facebook’, Luis Miguel Rabanal, me dice: “No deberías ir demasiado allá con esos poemas, Eloy, o al menos no buscar interpretaciones, no sé cómo decirlo. Esos textos y no la parte central y los de la última, incluso los de mi última poesía, creo que van en la misma dirección: trocear la realidad, cambiar continuamente de planos temporales. Tan pronto estoy hablando de mi madre viva como de mi madre muerta, como de mis propios problemas, como de mi pasado, como de mi presente, como de la ausencia de ella; en fin, no es fácil contarte esto. Está en el libro quiero decir…” En ‘Daños’, segunda parte del libro, volvemos al modo versal de escribir poesía. Ahí se enumeran los daños, el cuerpo marchito del hijo, parejo al consunto del de la madre; una lágrima común alumbra la muerte de la madre en el hijo, si ella viniera franca… El dolor en ‘Mambrú’ proviene de los pasajes que repudia la memoria, palabras escritas del vértigo irracional que no quiere repetir en espera de tu regreso. Esa repetición las vuelve tolerables y aminora el duelo. No debes volver, se la invoca cuando su última mirada en el rostro mío. Y ahora me verías caído, desesperanzado en la derrota, un puro dolor dicho, redicho. “Si el dolor fuera eso”…Situaciones previas a la muerte son evocadas. “En noviembre la torva / del alféizar no la podía atropar”. Luego, pero a un tiempo, el hospital, y el anticipo de lo peor, que ahora es evocación, desde unos versos de Eliot: “Ojos que no volveré a ver salvo / a las puertas del otro reino de la muerte.” Se ‘muestran encriptadas’ las referencias biográficas, fragmentos que vienen y van y emparedan una reflexión viva, encarnada. En metonimia, los acicalamientos del cadáver, recomponen la parte muerta. Se anticipa la ausencia en el ganglio centinela, una invocación que llega hasta este domingo, muy lejos de ti. Una imagen durísima, por su imposibilidad: “Quién iba a pensar / que no estaríamos juntos / para conmemorar fechas difíciles”. Téngase en cuenta que las fechas difíciles son por la ausencia de la madre. O esta otra: “…Un domingo como hoy / lejos de ti. Quién me acaricia / con bondad el pasado // como si fuera un embuste.” El dolor de la ausencia, y la celada que supone este dolor, son los temas que continuamente se cuelan en el libro. La celada no es un tema, aparece como imposibilidad en el modo argumentario, es la presencia. La ausencia y la presencia son aquí dolor, dolor puro multiplicado en cada viaje evocatorio.
En ‘La Caza’ se llega a la identificación del fantasma de la madre en el dolor del hijo, una imagen muy querida al cristianismo, solo que aquí invertida. La madre, Prometeo mal encadenado, con su dolor de bolsillo, es invocada a esta ‘unio’ de dolor, a esta conflagración de la muerte que conjura el amor y rompe la cadena. (Este dolor es insalvable, es el dolor originario de una forma de ser, tal vez de ese antes venga herido Prometeo, ya dolía antes de morir la madre. Lo que duele es la posibilidad de la muerte. Con la muerte de la madre el ‘Yo poemático’ deviene una suerte de ‘Dolorosa’ para acoger el dolor total. ¿Se trataría de una redención por la desdicha?). Hemos sabido que la grave enfermedad de la madre se le comunica por teléfono. Esto es “la gota que rebosa el ojo”, esa vez la última, antes de la separación. Las referencias ‘crísticas’ son abundantes. Cualquier objeto, cualquier suceso evoca la pérdida de aquel primer mundo, tras la puerta primera: “(…) Y gimes conmigo / a través de esas flores rosas / en las que nadie repara.” Le duele incluso que no le duela, cree en la ficción que ha hecho el dolor del dolor…En la ‘Habitación 114’ se suceden las letanías de la enfermedad irreversible. Su mirada, serán tus ojos, anticipa la soledad irremediable ya allí en plena presencia. Es curioso como el ansia de interpretación nos lleva con frecuencia al descarrío, el poema ‘Protocolo 13 dd’ me recordaba al protocolo 13 de la Convención Europea contra la Pena de Muerte, entonces leía allí una protesta volteriana contra la enfermedad que acaba con la madre. Preguntado el autor sobre este respecto, responde: “Algo mucho más banal, Eloy: 13 de diciembre, la fecha de la muerte de mi madre.” En el velatorio nadie más ha gritado, desfile de recuerdos, no hubo lágrimas y las que ahora se traga son novedosas, veo los ojos, pero no las lágrimas, “(…) Toma / mis manos y deja de enredar, / le dice (…)”, todavía la tentativa de ayuda de la madre, la dorada visión reaparece… Monsergas es el último poema de daños, “Y le cierran los ojos.” es el verso que da cierre a esta parte.
Desnevios es el título de los poemas en prosa que dan fin al libro; ya acostumbrados a las maneras de ‘Cenizas’, se nos hacen mucho más asequibles. Sí que se reconoce esa fragmentación que señala el autor, ese pasar por la aduana del tiempo donde la evocación es el hilván. La misma temática el mismo dolor, las evocaciones concretas de la infancia en donde aparece la madre, el dolor de la ausencia presentida, el dolor en la evocación de la ausencia presentida, el dolor de ahora. Pero ya desde el primer poema se da una recuperación más amable de la madre, la madre que viene con la infancia, la madre de los sabrosos recuerdos que le escribe en la escayola: “¡Dame un abrazo!”. Las palabras anheladas de despedida, tal un Swann de Proust, llegan a oírse; menos mal, cuando madre le cura la herida. ¡Qué heridas deliciosas aquellas las de infancia! En los poemas 4 y 5 se vuelve al extravío del dolor que puede perder la infancia de golpe. No, tan solo parece haberse interrumpido y no es poco:”Pareces tan triste que nadie verá en ti lo que guardas de él”. A través de la separación se da un tiempo de latencia, irreal, yacente, cabe la sombra del chopo… Ella ya solo puede estar con el niño; pero tú ya no eres ese niño, ni ella podría reconocerte ahora. Hay una decepción del adulto cuando revive algunos fragmentos de la épica de su infancia. Atisba la doblez de los adultos, dejan de ser gratuitos: Un ámbito de silencio, un mundo oscuro de vejaciones, de desprecios, de injusticias que nos abre el recuerdo. Pero al que no acuden las palabras, no lo explican. Aquellas palabras ¡No se pronuncian ya!; en ausencia de los interlocutores se olvidan, acalladas por exigencias del guión de la cultura; son las del desasosiego, la acritud, el horror que si han sido escritas no podrán ser dichas. (Tampoco podrán ser dichas las palabras dichas.) Al recuperar un tiempo anterior al sufrimiento invivible, ¿Podrá salvarse todo?: La madre, la infancia, uno mismo. El ‘yo poemático’ se resiste, viene y va del dolor a la delectación, la madre no le reconoce, pero acaricia al niño que fuiste, y ese es reconocido por ambos. Ahí el encuentro. ¿Recuperamos el niño que fuimos? Sucede y se niega continuamente en estos textos remisos a la delectación. No en vano el libro finaliza: “Besas su rostro, la madre que regresa con los calderos de agua. Al calor de la lumbre tú no te enteras si se oyen voces distintas… Se oyen voces distintas, ya digo, ruidos amables que no soy capaz de olvidar. Puertas que se abren, el amor que ni te figuras. Desnevios.” Para la primavera, cuando el hielo ablanda y destensa y se hace agua y arroyos deleitables y una extraña música de encanto… Esa palabra de Omaña, volverá a decir toda maravilla. ‘Desnevios’.
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