Treinta y tres
Seremos viejos, pero antes habremos de aspirar la luz, retener la luz entre los dientes y llamar a la muerte hembra encinta de puertas, loca ebria que aplasta las moscas.
Tendremos que afearle a la muerte sus gestos tan urgentes, y enloquecer, enloquecer muy despacio al alba, sabiendo que moriremos un día u otro, pero que antes –antes– tendremos que ser animales de luz herética y pagar el atrevimiento caro; y después ser viejos ya, y angulosos, condescendientes ancianos hechos de cáñamo, encogidos, sibilantes ancianos que atesoran las cenizas que sobraron.
Veintiséis
Y nos arropábamos en los rincones de las ciudades viejas, y éramos felices.
Y caían al suelo nuestras ropas, y caían de los árboles muchachos, y soñábamos así, con los ojos oscuramente abiertos, soñábamos así con la gran música, la gran música que no hace preguntas, que es coágulo, raíz o vena.
Y estaba ahí anudada, y estaba en los húmedos tejados de Morar, estaba y sabíamos que el paisaje germina de un racimo de ojos, que danzan las viejas en las esquinas, que jamás íbamos a ensayar la incertidumbre, ni el simulacro de saberse cansados de la vida.
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Ana Martínez Castillo, «De lo terrible», Chamán Ediciones, Col. Chamán ante el fuego, Albacete 2020